Bienvenidos a El Baul de El Gato Sideral, hoy les ofrezco una pequeña historia cuyo título dice más de lo debido. Es una historia que narra un enfrentamiento. Espero que disfruten de leer este cuento tanto como yo de escribirlo.
El destroza espinas contra La bestia
El salvaje recibió un puñetazo en la cara tan fuerte que lo derrumbó. La mitad de su mandíbula quedó destrozada y cinco dientes volaron. El luchador trató de levantarse, pero un pie en su pecho se lo impidió. El destroza espinas le dio una patada con una fuerza animal. Le rompió una costilla y le hizo voltear.
El destroza espinas hizo alusión a su nombre. Sus dedos atravesaron los músculos de su oponente como si fuera puré de papa. Agarró su columna vertebral y la saco de su espalda. Una vértebra desigual sobresalía de debajo de su cuello.
El salvaje solo pudo gritar. No podía moverse. El público todavía no estaba satisfecho. Le arrojaron armas al destroza espinas: cuchillos, navajas, guantes con cuchillos, un machete, una oz y una sierra eléctrica. El destroza espinas tomó la sierra eléctrica y le cortó el brazo al salvaje para comprobar que funciona.
Apenas lo comprobó le cortó la cabeza. El réferi levantó el brazo de destroza espinas, que aún sostenía la cabeza, y lo nombró como ganador.
El vencedor le dio una patada a la cabeza que salió de la jaula y cayó en las manos de uno de sus fanáticos. Este saltó de alegría por semejante honor.
—Solo nos falta una pelea más para terminar el show de esta noche – anunció el réferi -. Damas y caballeros quiero que le den un fuerte aplauso a La Bestia.
La bestia entró a la jaula, oxidada por la sangre, e hizo una reverencia a su público como si de una actriz se tratase. El público seguía aplaudiendo a pesar de la clara diferencia de poder entre ambos. Ellos solo querían sangre.
La Bestia era una niña de nueve años delgada; de cabello castaño recogido en una cola de caballo y cuya única vestimenta era un vestido blanco. Cualquiera podía participar en “La batalla contra la tormenta” sin importar raza, género o edad. El único requisito que tenían que hacer era firmar un contrato que eximía a los organizadores de toda responsabilidad por heridas, fracturas o muerte.
Si vencían al Destroza espinas ganarían 100,000 dólares y si aguantaban tres minutos en la jaula ganarían 10,000 dólares. Solo un luchador, de los más de 1000 que participaron, pudo aguantar los tres minutos.
El costo por reconstruir su cuerpo costó 100 veces de lo que ganó.
Varias armas cayeron a los pies de La Bestia. Las iba a necesitar si quería durar más de diez segundos. El destroza espinas tenía el cuerpo de un tanque y era tres veces más alto que la niña. Daba la impresión que la niña de nueve años no se tomaba su leche en el desayuno porque era mucho más pequeña que una niña de su edad.
La Bestia estaba apunto de luchar contra un muro de ladrillos.
—Quiero que sepas que no voy a tener piedad contigo solo porque eres una niñita.
—Eso espero — respondió La Bestia con una sonrisa cargada de confianza.
—Voy a beber tu fluido espinal y usaré tu columna como un mondadientes.
La Bestia vio el cadáver de El salvaje, todavía no lo habían retirado. Sin brazo, ni cabeza. La niña no le dio mucha importancia.
—Comiencen.
El réferi golpeó la campanita iniciando el combate.
El destroza espinas dio el primer paso y ese fue el único que pudo dar. Una garra grisácea agarraba su cuello con fuerza. La garra era tan grande como el cuello del luchador. Frente a él, La Bestia lo miraba con una expresión de lo más aburrida.
El brazo de La Bestia era larguísimo. Estaban separados tres metros y La Bestia no se había movido. El brazo gris hacia contraste con el resto de su cuerpo pálido. Era grueso, mucho más grueso que los brazos del luchador; con cuchillas afiladas saliendo del antebrazo y el codo.
—Terminemos con esto, ¿Si? — dijo La Bestia con una mueca infantil. Ya se había aburrido de jugar.
La bestia levantó el brazo y todo el esqueleto del Destroza espinas se fue con él. El resto del cuerpo del luchador cayó en un rastro de sangre. La Bestia arrojó el esqueleto rojo al público, este cayó encima de una madre que le estaba dando pecho a su bebé.
El público saltó de alegría. Fue un combate corto (un tipo fue a orinar y se perdió toda la pelea), pero emocionante. El réferi fue a anunciar a la nueva campeona entre aplausos. Esta vez fueron los aplausos de unos fanáticos complacidos, carentes totalmente de ironía. El réferi puso un micrófono cerca de la boca de La Bestia y le hizo una pregunta.
—Felicidades. Eres la nueva campeona. ¿Tienes algo que decir al respecto?
—Una vez mi hermana casi se ahoga con un hueso y por eso prefiero la carne sin huesos — dijo La Bestia mirando el cadáver del Destroza espinas — y también sigan luchando por sus sueños.
Los aplausos continuaron y se hicieron más efusivos.
—Ahora sí me disculpan tengo que irme.
La Bestia dio un salto junto con una voltereta y aterrizó en la espalda del destroza espinas. Sus pies se convirtieron en unas garras afiladas de halcón. Estás tomaron la carne; unas alas salieron de su espalda y emprendieron vuelo.
La Bestia salió de la jaula. El cadáver del destroza espinas pesaba demasiado, incluso sin el esqueleto, y le costó mucho a La Bestia volar. Manchó, sin querer, a la mitad de la audiencia. Se disculpó, aunque varios de ellos lo vieron como un honor.
—Señorita Bestia. Se ha olvidado de su premio — dijo el réferi levantando un grueso sobre manila.
La Bestia estiró su brazo y el réferi lo puso en su palma. La niña de nueve años movió sus alas plateadas y consiguió mantener el equilibrio. Salió del estadio entre aplausos y llamados a su nombre.
La Bestia.
La Bestia.
La Bestia.
Los únicos que no estaban contentos eran los organizadores del evento. Se habían quedado sin campeón.
—¿ Sabes dónde vive esa cosa?
—No lo sé, pero lo voy a averiguar.
Alana salió del estadio cargando una gran bolsa llena de dinero. Su hermana la estaba esperando en la salida, con las alas levantadas y las patas todavía clavadas en el cadáver deshuesado. Alana había apostado a favor de La Bestia, era la única que lo había hecho. Los demás optaron por seguir su instinto y sentido común.
—¿Cuánto hemos ganado? — le preguntó La Bestia.
—Mucho, mucho dinero — respondió Alana dándole unas palmadas al saco que tenía el símbolo del dólar en uno de sus lados.
—Vámonos de aquí. Es un largo viaje a casa.
Alana amarró la bolsa en la pata de su hermana, al lado del destroza espinas, y se subió en su espalda. Lisbeth emprendió vuelo.
Alana pensaba en un tazón enorme de helado de chocolate mientras que La Bestia pensaba en lo mucho que le iba a doler la espalda en los próximos días.
Fin.