©2025, El escarabajo dorado. Todos los derechos reservados.
Miguel Angel Marchan Huaman
Capítulo 2
Sofía y yo continuábamos con nuestro juego. Esta vez le añadimos un toque más oscuro. “El hombre perfecto” resultó no ser tan perfecto como creíamos. Era un asesino despiadado que había acorralado a su esposa y estaba dispuesto a matarla.
—No me hagas daño, por favor. ¡Aléjate! — dijo Sofía imitando muy bien a una chica asustada.
—Yo. Matarte — respondí y acerqué mi muñeco a ella. El hombre perfecto sostenía un mondadientes, esa era su arma.
—¿Por qué habla como si tuviera retraso mental? — preguntó Sofía saliéndose del personaje. Cruzó los brazos, la cabeza de la muñeca se encontraba cerca de su axila.
—Pensé que hablaría de esa forma si tuviera tres cerebros.
—Tiene tres cerebros, debe ser más inteligente. Es cuestión de lógica.
—No, lo más probable es que sean más estúpidos.
—Cómo se nota que jalaste aritmética. Si alguien tiene tres cerebros quiere decir que es tres veces más inteligente que un humano promedio, que solo tiene uno.
Sofía y yo dejamos el juego y comenzamos a discutir sobre cerebros. Nosotras discutíamos por todo. Estaba en nuestra naturaleza. En nuestros genes. En el cumpleaños de Cinthia discutimos sobre si deberíamos usar medias rojas o verdes para ir a su fiesta.
—El verde es su color favorito. Sería un bonito detalle.
—¿Se lo has preguntado?
—No, pero a quien no le gusta el verde. Si vamos con medias verdes, ella se alegrará.
—Cinthia es daltónica pedazo de bestia.
Mi madre interrumpió nuestra discusión, de nuevo.
—Hola chicas — estoy segura que nos va a pedir un favor —. ¿Podrían hacerme un favor?
Lo sabía.
—Claro, pero primero respóndenos una pregunta: ¿Si a una persona le trasplantan tres cerebros se vuelve más inteligente o más estúpida?
—Más inteligente — respondió sin dudarlo —. Pero no por mucho tiempo. Tantos cerebros no cabrían en su cráneo, no tendrían suficiente oxígeno, las arterias se hincharían causando aneurismas que lo matarían en unos minutos. Sería más inteligente, solo para darse cuenta de lo estúpido que fue al tomar esa decisión.
Las dos nos quedamos calladas, intentando digerir lo que nos había explicado.
—¿Lo ves? Yo tenía razón — me restregó Sofía en la cara.
—¿Qué tenemos que hacer? — le pregunté con un tono lleno de reproche. Se supone que tiene que estar de mi lado. Somos parientes cercanos.
Mi madre cargaba una bandeja llena de comida. Unos sándwiches de jamón con queso y unas tazas de café humeante. Ambos producían un aroma agradable que me hacían recordar que todavía no había cenado. Todavía conservaba la liga del cabello, siempre la usaba cuando tenía que cocinar algo.
Estábamos cortas de personal, así que teníamos que hacer todo nosotras tres por ahora.
—¿Podrían llevarles la cena a nuestros nuevos huéspedes? No quedó nada de la cena, ya saben cómo es el señor Garrido — bajó la voz — nunca deja nada.
Sofía me cerró la boca y me dijo que lucía como una tonta.
—¿Eso quiere decir que…? — estaba mortificada.
—Descuida, te prepararé algo rápido cuando regreses.
—Pero yo quiero arroz con leche — dije con un puchero.
Mi madre me ignoró y dividió la bandeja en dos partes. A mí me tocó un sándwich y una taza de café; y a mi prima, dos sándwiches y dos tazas. Sofia era una cabeza más alta que yo y más fuerte.
¿Intelectualmente?
Yo saco unos puntos más en inglés e historia.
Las dos caminamos hasta las respectivas habitaciones. Le llegaba al hombro a Sofía y tenía que levantar la cabeza si quería hablar con ella. Por eso prefería hablar con ella cuando estábamos sentadas.
—¿Cómo encontraste a esos sujetos?
—No los encontré, ellos vinieron a mí. Un rayo destrozó su camioneta cerca del jardín. Yo solo les ofrecí pasar la noche en nuestra posada.
—Buena estrategia — admitió Sofía.
Ambas habitaciones se encontraban en el fondo del pasillo; mi madre fue muy inteligente en ubicarlos ahí, teníamos más habitaciones en el segundo piso. La bandeja se sostenía con precisión en las manos de Sofía, mientras que yo batallaba para que el café dejara de derramarse. Ella tenía más futuro como mesera que yo.
Sofía sostuvo la bandeja con una mano, algo que yo no podría hacer por nada del mundo. Tocó la puerta y la dejaron entrar. Su estadía en la habitación duró menos de un minuto.
—Nos vemos en la sala — me dijo apenas salió.
Toqué la puerta con el pie derecho.
—¿Quién es? — preguntó la señora Ysma.
—Soy yo, Carol. La chica que la ayudó a bajar la silla de ruedas.
—Pasa. Está abierto.
Empujé la puerta con mi cadera. Ella estaba echada en la cama, tenía una toalla en la cabeza (podía ver unos rizos blancos saliendo de ella). La señora Ysma era tan pequeña que, desde la puerta, lucía como una muñeca que una niña olvidó. La anciana se veía más relajada, eso me alegraba.
Nuestros huéspedes debían pasar la mejor estadía posible en nuestra posada. Eso significaba buenas reseñas y recomendaciones.
—Le traje la cena — levanté un poco la bandeja con mis manos temblorosas.
—No tengo hambre — noté que su dentadura estaba dentro de un vaso de agua.
—Solo la voy a dejar aquí — puse la bandeja encima de una mesita. Mis brazos me los agradecieron.
—No me lo voy a comer. Si quieres puedes comértelo tú. He escuchado que no has cenado y eso no está bien. Una chica en crecimiento como tú tiene que comer bien.
—No puedo comer mientras estoy trabajando — dije con el tono más profesional que pude. El estar mirando la comida constantemente lo arruinaba por completo —. En unos minutos voy a cenar, así que no se preocupe.
El queso derretido me hablaba y me decía “cómeme” y mi barriga me decía “has lo que dice”.
—Entonces llévala a la habitación de Rick, ellos sí que están hambrientos.
Levanté la bandeja de la mesa, un poco más de café se derramó. Traté de abrir la puerta con mi pie.
—Espera, todavía no te puedes ir.
—¿Qué ocurre? — pregunté manteniendo el pie levantado.
—No te puedes ir sin que te haya dado tu propina.
Estaba nerviosa al respecto. No tenía nada en contra de las propinas, el dinero siempre será bien recibido. El problema era que nunca me daban dinero. Hace unos días, la señora Graciela me dio de propina unos caramelos chupados.
Eso no fue tan malo. Ver a Sofía comiéndolos fue muy divertido. La torcedura de brazo que me dio cuando se lo conté, no tanto.
La bandeja regresó a la mesa. Moví los brazos para despertarlos. La señora Ysma me pidió que le acercara su bolso de cuero, que estaba encima de una silla. Me agradeció cuando se lo entregué. Dio unas palmadas en la cama. Me senté justo donde había puesto la mano, tuve que levantarme para que la retirara.
La cama era tan suave que me dio sueño. Fue buena idea el cambiar de suavizante de telas.
La bolsa era muy extraña. Estaba hecha de un material que me recordaba a una película de terror que transcurría en Texas y parchada al extremo. Era como si Leatherface dejara las máscaras y se dedicara de lleno a la artesanía.
Deseaba que solo fueran imaginaciones mías, provocadas por las innumerables horas viendo películas; escuchaba voces viniendo de la bolsa.
Eran voces muy raras.
—Ayúdenme por favor.
Cada voz tenía un tono distinto. Todas decían lo mismo. Me froté la cabeza, la noche anterior estuve viendo películas de terror mientras comía sándwiches de mermelada.
Listo, no más sándwiches de mermelada.
La señora Ysma sacó una cajita de madera de la bolsa. Con su otra mano me agarró la muñeca y me obligó a mantener abierta la mano. No opuse resistencia mientras la acercaba a su otra mano. Puso la caja en mi palma, me soltó solo para cubrirla con su otra mano.
—Por favor acepta este humilde recuerdo de mi parte y por nada del mundo se te ocurra devolvérmelo.
La mano de la anciana estaba helada. Me soltó y le di las gracias por el regalo.
—No, gracias a ti por recibirlo.
Salí de la habitación con la bandeja en las manos y la cajita en el bolsillo. Quería estar lo suficientemente lejos para decir esto, cuando lo estaba lo dije: Esa señora me da nervios. Me dispuse a tocar la puerta de la habitación de la pareja cuando vi el cartel:
No molestar.
Creo que soy lo bastante mayor para saber lo que estaban haciendo. Estaban fabricando bebés. Regresé con la bandeja a la cocina. Mi madre estaba lavando los platos, usaba unos guantes agujereados, se le escurría el agua de los dedos. Me preguntó porque había regresado con la bandeja intacta. Le conté todo menos el tema de la propina. Me obligaría a devolverla y no quería eso.
Cené el sándwich, no me gustaba el café así que lo reemplacé con leche con chocolate. Mi estómago me lo agradeció. Me senté nuevamente al lado de Sofía para continuar nuestro juego.
—Mira, tu monstruo fue derrotado — la muñeca tenía el vestido desgarrado, sostenía un mondadientes partido a la mitad y el hombre perfecto yacía en el suelo con un poco de tempera roja en la cabeza, el pecho y la entrepierna.
—¿De casualidad te dieron propina? — pregunté perdiendo interés en el juego.
—¿Qué quieres decir? — preguntó Sofía levantando una ceja.
—Una propina, una pequeña compensación monetaria a cambio de tus servicios.
—No, esos sujetos son unos tacaños. No me dieron ni las gracias.
—Pues a mí sí me dieron propina.
—¿Cuánto? — se acercó tanto que invadió mi espacio personal.
—Vamos a mi cuarto y te lo enseño.
Levantamos los juguetes y subimos al segundo piso. Ahí estaba mi cuarto, que compartía con Sofía, y el cuarto de mi madre. Junto con otro cuarto de baño y un par de habitaciones más para más huéspedes. Mi cuarto era rosado, el papel tapiz tenía dibujos de los personajes de “Mi pequeño Pony: La magia de la amistad”. Odiaba esa serie, pero no tenían otro papel rosado.
Nuestra cama tenía frazadas rosadas, cerca de mí ropero había un estante de libros. Tenía la colección completa de la saga de “Pesadillas”. Mi saga de libros favorita.
En ambos lados de la cama había dos cómodas pequeñas, cada una con una lámpara encima. Una era mía y la otra, de Sofía.
Las dos nos pusimos nuestros pijamas y nos sentamos en la cama. Ambos eran blancos y tenían conejitos rosados en todas partes.
—Oye, tienes un conejo en el trasero — me dijo cuando me lo probé por primera vez.
—Y tú, en los pechos — le respondí.
Las dos nos reímos a carcajadas. Mi madre nos las compró. Estaban de oferta en dos por uno. Tuvo que hacerle algunos ajustes al de Sofía, mientras que el mío estaba perfecto.
Le mostré la cajita de madera. Ella lo examinó como si fuera una experta en cajitas de madera. Esta tenía varias líneas rojas y un ojo amarillo dibujado en uno de los lados.
—Muy bonita — concluyó. La arrojó al aire. Conseguí atraparla, pero tuve que sacrificar algo a cambio: mi equilibrio en la cama. Caí de espaldas al suelo, que no estaba alfombrado. Ignoré el dolor. No importaba. Lo que importaba era que la atrapé —. Puede servirte para que guardes tus monedas del autobús.
Sofía no se mostraba muy sorprendida.
—No es la caja, sino lo que hay adentro lo que realmente importa — le dije muy confiada.
Me volví a sentar en la cama. Abrí la cajita. Un brillo nos bañó el rostro. Se trataba de un escarabajo dorado.
—Que bonito — dijo Sofía.
Esa joya merecía un adjetivo mejor que “bonito” para definirla. “Hermoso”, “maravilloso”, “deslumbrante” quedarían mejor. La saqué de su caja y me la quedé mirando. Tenía seis patas y un gran caparazón, en el caparazón había un ojo parecido al ojo de la caja de madera, pero en rojo. Sus ojos eran dos joyitas azules.
Era una joya maravillosa.
Era mía.
Como si esto fuera una película, una mano vino en cámara lenta hacia mi. No iba a permitir que Sofía tocara mi preciado escarabajo con ese foco de infecciones que llamaba “manos”. No importaba que se hubiera lavado las manos hace un minuto. Siempre estarán sucias.
Cerré la mano con ferocidad y abracé el escarabajo cerca de mi pecho.
—¿Me lo prestas? — me preguntó con su tono más amable.
Le respondí con un gruñido de perro. Le mostraba los dientes con un insaciable deseo de morderla en la cara. Ella frunció el ceño. Se calmó de golpe y me sonrió con amabilidad.
Abría y cerraba los puños constantemente.
Juntó las manos.
—Préstamelo por fis.
—Consíguete el tuyo. ESTE es mío.
—Préstamelo — insistió —. Solo quiero sostenerlo por cinco minutos, quizá seis o siete.
—He dicho que no.
Sofía no era de las niñas que insistía. Cuando tenía algún juguete o un dulce que ella quería y yo no quería prestarle, ella siempre respondía: Ojalá te ahogues y se iba. La discusión terminaba ahí; en la noche, mi juguete desaparecía.
No podía confiarme. Esta noche no dormiré. No voy a permitir que toque mi escarabajo.
—¿Si me vuelves a pedir te juro que…?
Sofía se acercó más, yo me acurruque en la cama como si fuera un gatito que buscaba el sitio más cálido. Abracé con más fuerza el escarabajo, como si quisiera meterlo dentro de mi cuerpo. Al lado de mi corazón, dónde debería estar.
—¿Qué harás enana? — Sofía estaba tan cerca de mi que olí su aliento a cocoa. Jamás el chocolate me había parecido tan repulsivo.
—Aléjate de mí — le di un empujón que no la movió. Volví a gruñirle. Esperaba sorprenderla.
Provocó el efecto contrario. Sofia se alejó retrocediendo el trasero unos milímetros y levantó las manos como si fuera un criminal que acababa de cometer un crimen. Su rostro relajado daba a entender que escapará fácilmente de la policía.
—Tenemos a un animal rabioso aquí — me sentía como “Cujo”, el San Bernardo asesino si este fuera un Chihuahua —. Está sufriendo este patético animal — trono sus nudillos —. Supongo que tendré que acabar con su miseria yo misma.
Sofia levantó un puño, quería darme un golpe. El susto fue tal que reduje el nivel del agarre del escarabajo. Tenía los ojos cerrados y aun así podía saber la expresión de Sofía: estaba sonriendo. No podía dejar de temblar.
—Insignificante — dijo en voz baja.
Me agarró la muñeca, la que tenía al escarabajo. Era la segunda vez que me agarraban la muñeca con las manos heladas. Le di un arañazo en el cachete con la otra mano. Marcas de mis uñas quedaron adheridas en su piel; líneas rojas y sangrantes.
Sofia pasó su mano por su mejilla lastimada, hizo una mueca de dolor cuando sus dedos pasaron por las líneas rojas. Su rostro enrojeció, me mostró sus dientes disparejos.
Era su turno de convertirse en un animal rabioso.
La rabia se disipó y una sonrisa poco confiable se formó en sus labios. No sabía cómo reaccionar, trataba de liberarme, pero el agarre de mi prima era muy fuerte.
—Boo
—¿Qué?
Sofia me dio un golpe en la cara, entre el labio superior y la nariz para ser más exactos.
—Me pegaste — dije con una voz temblorosa.
—Si y te voy a seguir pegando si no me ENTREGAS EL MALDITO ESCARABAJO.
—¡Vete a la mierda! — exclamé. No me importó decir una grosería en una casa donde estaban prohibidas las palabrotas.
Sofia me arrastró hasta la cómoda, abrió el primer cajón y puso mi mano dentro. Cerró el cajón golpeando mi mano.
Grité de dolor.
—¡Cállate! — me gritó. Este era un mal momento para darme cuenta que Sofía tenía la costumbre de escupir cada vez que hablaba. Obedecí la orden. No podía dejar de llorar —. Tú siempre tan egoísta y llorona — volvió a cerrar el cajón —. Si yo te digo que me des algo me lo das, ¿Entendiste?
No podía decir nada, la garganta me ardía. Un poco de piel se había salido de mi mano lastimada, Sofía introdujo la uña en la herida. Eso bastó para que soltara un grito débil.
—Abre la mano — me ordenó.
Al ver que no hacía nada, dijo:
—Veo que quieres hacer las cosas del modo difícil. Bien.
Cerró la cómoda repetidas veces, lastimando mi mano y mi muñeca; cada golpe se sentía como un martillazo. Después del quinto golpe la mitad de mi mano estaba teñida de rojo.
Y se mantenía cerrada.
—¡Que abras la maldita mano! — me gritó. Estaba tan cerca de mí que me lastimó el oído.
Le di un escupitajo en la cara. Esbocé una sonrisa de triunfo. No podía creer que le atiné a la primera. Le di en el ojo.
Sofia agarró mi cabello con mucha fuerza, varios de mis rizos se quedaron en sus dedos. Golpeó mi cara contra la cómoda dos veces (en la segunda dejó una marca roja). Eso bastó para desmayarme.
Me tiró al suelo como una muñeca. Abrí la mano y el escarabajo cayó al suelo, debajo de la cama.