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Miguel Angel Marchan Huaman
Capítulo 1
Sofía y yo jugábamos a las muñecas en el jardín de nuestra posada. El jardín era vasto, lleno de flores coloridas y un pasto saludable. Las dos nos encontrábamos en medio del jardín, sentadas encima de una toalla rosada de Barbie.
Nuestro juego se llamaba: ¿Con quién te vas a casar?
—¿Cuál eliges? — me preguntó Sofía. El viento mandaba a volar sus negros cabellos. Se los acomodó con una liga.
Yo golpeaba mi cabeza con la Barbie esposa, con su maravilloso vestido blanco y una falda manchada de chocolate y pasto. Los tres candidatos eran muy buenos: un surfista, un profesor universitario y un empresario con un costoso traje y una expresión que decía: “me voy a comer al mundo”.
—Lo tengo — dije con la Barbie esposa en mi boca. Era un gigante malévolo que le masticaba el ojo cada vez que hablaba —. Los quiero a todos.
Les quité las extremidades a los tres muñecos y formé uno nuevo. Tenía las piernas y los brazos del surfista; el pecho del profesor universitario y la cabeza del empresario. Su ropa también era una mezcla: vestía el traje de baño del surfista, la camisa y saco del empresario y los lentes del profesor universitario para darle un aire más intelectual.
—El hombre perfecto — le di un besito en la cabeza a mi creación.
—Eso es trampa.
—¿Por qué? No hay ninguna regla que me lo impida.
—No puedes cortar a tres personas en pedazos. Es ilegal.
—Si se puede. En la película que vimos ayer, el asesino mató a tres mujeres, las cortó en pedazos y los utilizó para armar un cuerpo parecido al de su esposa. Al final el sujeto se salió con la suya.
—No has prestado atención a la película, ¿Verdad? No me sorprende. Al final atraparon al asesino. Murió asesinado en la cárcel porque su compañero de celda era esposo de una de sus víctimas.
Levanté los hombros.
—Le perdí el interés de golpe si te soy sincera. Solo le prestaba atención a la detective, ¿Cómo alguien puede usar unos pantalones tan ajustados sin sentirse incómoda?
—Se le notaba hasta la raja del culo.
Las dos nos reímos a carcajadas.
—Creo que esa era la parte menos realista de la película — comenté.
La sombra de mi madre interrumpió nuestra conversación. Esta cubrió nuestras muñecas y su casita, que iba a ser su hogar después de la luna de miel en Miami. Y luego tendrán muchos hijos (Eso dependerá de cuántos bebés quiera comprarme mi mamá), sino se tendrán que conformar con perritos.
Mi madre se llamaba Carolina y era solo unos centímetros más alta que yo a pesar de que nos diferenciemos unos treinta años.
—¿Qué estás haciendo Carol? — me preguntó con los brazos cruzados. Esa no era buena señal.
—Estamos jugando a las muñecas. Mira — le mostré mi creación — es el hombre perfecto.
—Te he dicho que recogieras las hojas secas. Mira lo sucio que está el patio. Hazlo de una vez.
—¿Ahora? — le pregunté quejándome.
—Si, de inmediato.
—Ya se está haciendo de noche — le señalé el cielo, que estaba oscureciendo.
—Aún hay luz. Te sugiero que empieces de una vez si quieres terminar antes del anochecer.
Sofia puso su mano en mi hombro. Era pesada, aunque no tanto como su sonrisa condescendiente.
—Te lo dije. Te dije que terminaras con tus labores antes de comenzar a jugar. Pero tú dijiste: “No, no se va a enterar”.
—Creí que esto era un pacto de hermanas — no podía ser “un pacto de primas”, tenía que ser algo más íntimo —. Ambas íbamos a faltar en nuestras tareas y ambas íbamos a afrontar las consecuencias.
—Yo ya hice mis tareas. El baño está tan limpio que podrías orinar en el suelo sin problemas.
—¿Qué se supone que…? Lo voy a hacer.
—Atrévete y te juro que…
—¡Carol! — mi madre interrumpió nuestra discusión. Se dirigió a Sofía —. Vamos Sofía, tu prima tiene mucho trabajo que hacer — se dirigió a mi —. Te traje la escoba y el recogedor.
Me entregó los artículos de limpieza y los miré con odio.
—Preparé arroz con leche para cenar. Hay un plato esperándote para cuando termines.
—¡Que rico! — Sofía aplaudía muy feliz. ¿Cómo no hacerlo? Mi mamá cocinaba unos postres deliciosos.
—Maravilloso — dije con una voz carente de alma.
Sofía y mi madre entraron a la casa. Sofía era más alta que mi madre y, viéndolas de espaldas, era como si los roles se hubieran invertido. Sofía era la figura de autoridad y mi madre, la niña cumplidora que recibía su plato de postre antes que yo.
La puerta se cerró dejándonos solos a mí y a los artículos de limpieza. Le di una patada a la escoba y la desgraciada se vengó cayendo encima de mi. El palo golpeó mi cabeza. Tomé la escoba y golpeé el árbol en el que estaba apoyada; varias hojas secas cayeron encima de mí.
Miré el desorden con una pereza descomunal. Sentía como si estuviera en una de esas doncellas de hierro con las puntas bien afiladas.
“El abrazo de la muerte” la llamaba Sofía.
Hace unos días vi algunos documentales sobre las torturas medievales que se usaban en prisioneros y brujas. Fue educativo, pero inapropiado para una niña de diez años.
Cuando me empiecen a crecer los pechos, lo último que quiero es que los retuerzan con una pinza oxidada.
—Ojalá Sofía…
Lo pensé por unos segundos; unos segundos en los que me imaginaba a Sofía siendo torturada por personas con máscaras negras y puntiagudas. Descarté la idea apenas apareció. Ningún ser humano debe sufrir ese tipo de torturas. Ni siquiera alguien como Sofía.
Las cosas que pienso cuando dejo que mi cabeza divague.
Me puse manos a la obra, esas malditas hojas no se van a recoger solas. Barrí todas las hojas secas hasta formar una montañita, que me llegaba a la rodilla. Se veía pequeña, pero era la combinación de cientos de hojas. Las metí poco a poco en la bolsa de basura. Ya era de noche y no me había dado cuenta. El cielo se ennegreció de golpe, unas gruesas nubes cubrían la luna.
Miré las hojas con mucha más pereza. ¿Debería dejarlas para mañana y entrar a la casa a comer arroz con leche? No, obviamente no, si lo hacía mi mamá me despertará a primera hora de la mañana y odio madrugar.
Mejor lo termino rápido. La lluvia me obligó a apurarme. Un trueno cayó cerca de mi haciéndome saltar del terror. Caí sentada en el pasto húmedo.
—Increíble — conseguí articular.
Un viento se llevó las hojas restantes, fuera del jardín. Esa era una señal divina de que no debía preocuparme. Las hojas serán problema de otro.
Me levanté para irme cuando vi el rayo. Una poderosa línea de electricidad destruyó el árbol más viejo que teníamos por la mitad. El tronco cayó en la carretera. Una camioneta, que manejaba a excesiva velocidad, trató de frenar ante el repentino obstáculo. Chocó contra el árbol.
—Increíble — dije aplaudiendo ante el espectáculo que acababa de presenciar.
Corrí para ver cómo había quedado la camioneta, una idea se paseaba por mí cabeza como si fuera un gusanillo que buscaba un refugio cálido. Esas personas podían necesitar un lugar donde pasar la noche mientras les reparaban la camioneta.
¿Qué mejor lugar para pasar la noche que nuestra posada? Cuartos acogedores, buen servicio y arroz con leche de postre.
¿Qué más se puede pedir?
Más gente hospedándose significaba más dinero en los bolsillos de mi madre; eso significaban unas zapatillas nuevas para mis pies. Las que tengo puestas estaban exigiendo ser reemplazadas.
La puerta de los conductores se abrió y salió una pareja parecida a Popeye y Olivia. Este Popeye era mucho más flaco, pero sus brazos eran igual de gruesos. Ojalá Bruto no se haya unido al viaje. Ellos fueron a revisar el motor. Toqué la camioneta húmeda, era negra y tenía la calcomanía de un insecto gordo, de seis patas y con unas pinzas enormes en la cabeza.
Un escarabajo.
—Oye — una voz extraña me habló. Venía del interior de la camioneta —. ¿Podrías ayudarme? Abre la puerta, por favor.
Abrí la puerta y me encontré con la oscuridad, más negra que de costumbre. Una luz apareció y encendió un cigarrillo, que iluminó levemente unos labios arrugados.
—¿En qué puedo ayudarla? — pregunté con un temblor en la voz. Mi sentido común me decía que huyera corriendo, que me alejara a unos 500 metros de la camioneta.
—Solo tienes que bajar la silla de ruedas, ¿Podrías hacerme ese favorcito? — solo podía ver la luz del cigarro. Era como hablar con una luciérnaga.
—Si.
“¿En qué estaba pensando?”, me pregunté. Era imposible que me secuestren, su auto estaba averiado. Lo peor que podían hacer era encerrarme aquí y torturarme a pocos metros de mí casa.
Tragué saliva, ¿Por qué diablos pensé esto? Si Sofía estuviera aquí, ella me ayudaría con los secuestradores. Era una chica más dura de lo que aparentaba.
—¿Niña?
—Ya voy. Ya voy.
Subí a la camioneta oscura.
—No puedo ver nada, ¿No tendrá una linterna que pueda prestarme?
La luciérnaga se murió y yo maldije en voz baja. Me moví en la oscuridad, pensando que en cualquier momento cuatro manos agarrarían mis extremidades y me jalarían en cuatro direcciones diferentes, mientras que otras manos me abrirían el estómago para comerse mis entrañas.
No debí haber visto “El día de los muertos” la noche anterior.
Desde ahora dejaré de ver películas de terror. No, hoy pasará una maratón de las películas de August Underground.
Desde mañana.
Seguí moviéndome. Mis rodillas temblaban de frío, estaban desnudas. Los pantalones que usaba eran muy raros, dejaban las rodillas expuestas. Apenas toqué el suelo metálico, una corriente de frío pasó por todo mi cuerpo.
Solo dejé de moverme cuando mi cabeza chocó con una de las ruedas.
La luciérnaga regresó. Gracias por nada.
—La encontré — le avisé emocionada a la luciérnaga.
—Excelente — me respondió con amabilidad. La señora expulsó el humo del cigarro en mi cara.
Tosí un poco. Ella tosió mucho más. Daba la impresión de que iba a expulsar un pulmón y medio en cualquier momento. Mi madre me había dicho innumerables veces que fumar era malo, pero la curiosidad no me abandonó.
El ver esto me quitó las ganas de fumar. Una de mis amigas del colegio fumaba como una chimenea, siempre me ofrecía uno y siempre lo rechazaba (por temor a que mi madre me descubriera). Ahora cuando me ofrezca uno gritaré un “NO” tan fuerte que todo el país me escuchará.
Bajé la silla de ruedas, fue más difícil de lo que pensaba. El borde de la camioneta estaba húmedo por la lluvia. Casi me resbalo. De haber ocurrido sería yo la que tenga que utilizar esa silla de ruedas.
—Muchas gracias, preciosa — si no estuviera mojada de la cabeza a los pies me hubiera sonrojado — ¡Rick! Ven aquí.
El sujeto que intentaba reparar la camioneta inútilmente (Popeye) se golpeó la cabeza con la portezuela. Acudió al llamado soltando unas cuantas groserías.
La camioneta expulsaba un humo negro. No irá a ningún lado.
—¿Qué ocurre señora Ysma? — Rick se frotaba la cabeza con su mano.
Vestía una playera verde ajustada, que resaltaba sus poderosos brazos, y unos jeans sueltos. No parecían ser de su talla.
—Quiero salir de esta camioneta — le explicó la anciana —. Mi silla ya está en el suelo. Sé un buen chico y bájame por favor.
—Estamos terminando de reparar la camioneta.
—Esa es una mentira y lo sabes — la señora Ysma se mostró sería y Rick evitaba mirarla a los ojos.
En su lugar me miraba a mí, yo hacía todo lo posible por evitar su mirada. No eran unos ojos muy amables.
—Está lloviendo. Se puede resfriar si sale. Lo mejor es que se quede aquí.
Llegó mi oportunidad.
—Disculpen no quiero interrumpir su charla, pero tenemos una posada muy bonita donde pueden pasar la noche.
Rick tenía los ojos pequeños y unas cejas pobladas, levantó una de ellas. Retrocedí un paso, me estaba diciendo que no me metiera en asuntos ajenos.
—¿Una posada? Qué maravilla. ¿Escuchaste Rick?
La señora Ysma era la única emocionada; Rick estaba irritado y yo, asustada.
—¿Cómo no hacerlo? — respondió con un cinismo escondido.
—Quiero ir ahora mismo, Rick. Tengo mucho frío.
—Yo también tengo frío, señora Ysma. Pero no olvide que tenemos unos planes que debemos cumplir urgentemente.
—No necesito que me lo recuerdes, yo misma los planifique. Que pasemos una noche en la posada no va a retrasarnos.
—Creo que lo mejor que puede hacer es esperar hasta que reparemos la camioneta. Luego tendremos que conducir por tres días hasta llegar a nuestro destino.
Tenía muchas preguntas que hacerles, pero me las guardé. Ese tal Rick me daba mucho miedo, estando cerca de mí era mucho más alto y fuerte.
—Rick; soy una mujer de 83 años; soy una invalida que necesita un baño y una cama caliente. Vamos a ir a esa posada y es mi última palabra.
Rick aceptó sin decir nada más. Eso era bueno para mí. Se subió a la camioneta y bajó a la señora Ysma y a un paraguas en su axila. Con mi ayuda, pusimos a la anciana en la silla de ruedas.
—¿Dónde queda la posada? — me preguntó Rick con agresividad en su voz. Era evidente que nada de esto le ponía contento. Traté de mantener la calma.
—Por aquí cerquita — señalé la casona que se encontraba a unos pasos.
—Que bonita — comentó la señora Ysma.
Le di las gracias y les pedí que me siguieran.
—Catalina, vamos a pasar la noche en una posada. Deja eso — gritó Rick. Pude ver su manzana de Adán en movimiento. No era una imagen muy bonita.
Catalina cerró la puerta del motor y nos acompañó. La señora Ysma me presentó. Ella me dio un tímido saludo, su mano estaba helada cuando me tocó. Rick tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder subir a la señora Ysma.
Eran diez escalones los que separaban la casa de la carretera.
Debo sugerirle a mi madre que ponga rampas para discapacitados. Podría aumentar la clientela.
La puerta era enorme. Estaba apunto de dar el primer golpe; mi madre nos abrió antes de que mis nudillos pudieran tocar la madera recién barnizada.
—¿Qué estás haciendo afuera? — me preguntó molesta. Usaba una chompa y unos pantalones de lana. La envidia que sentía era palpable; quería entrar de una vez, se me estaba congelando el trasero —. Debiste haber entrado apenas comenzó a llover. Te vas a resfriar.
Estornude y mi madre frunció el ceño. Pensó que me estaba burlando. Notó a los sujetos que estaban parados detrás de mí.
—¿Quiénes son ellos?
—Buenas noches — saludó la señora Ysma por todos —. He escuchado de su preciosa hija que usted tiene un buen lugar para pasar la noche.
Si no fuera por sus dientes amarillentos, ella sería la abuelita que quisiera tener. Mi abuela materna murió antes de que tuviera la oportunidad de conocerla y a la paterna jamás la conocí.
—¿Tiene habitaciones disponibles? — preguntó Rick con una voz ronca. Mi madre lo miró con desconfianza.
Se quedó callada unos segundos eternos. Los cuatro estábamos temblando. Seguramente, dentro de su cabeza se estaba formando una reunión de versiones en miniatura de ella misma acerca de si debía dejar entrar o no a esos sujetos.
—Disculpe señora, si ya terminó de evaluarnos quisiéramos entrar. Nos estamos congelando — dijo Catalina.
El debate mental se aceleró y terminó rápido. Mi madre dijo:
—Por supuesto que sí. Pasen por favor.
Apenas dimos el primer paso (o movimiento de rueda) nos detuvo:
—Primero límpiense los pies, por favor. Recién acabo de encerar el piso.
La alfombra cambió de color, así de sucios estaban nuestros pies. Hubo un tiempo en el que mis zapatillas eran blancas. La única que no tenía los pies sucios era la señora Ysma, por obvias razones. Mi madre se resignó, mañana va a tener que encerar el piso de nuevo, o mejor dicho yo voy a tener que encerar el piso de nuevo. Las ruedas dejaban una marca marrón en el suelo de mayólica.
La alfombra no solo cambió de color, la palabra “Bienvenidos” cambió a “ienvenido”. Borramos la “B” y la “S”.
Nuestra sala era muy acogedora, era el escenario perfecto para una historia romántica conmovedora (o para una película de terror en medio del bosque). Los suelos eran marrones recién encerados y las paredes estaban repletas de cuadros baratos de paisajes acogedores y mares azules donde pescadores atrapaban peces gigantes.
Los demás huéspedes estaban en la sala. Todos eran unos ancianos que habían venido en grupo para recorrer el país en una camioneta viejísima. El señor Felipe y la señora Graciela estaban viendo la televisión.
Veían las noticias. Estaba terminando un reportaje acerca de unos asesinatos ocurridos en una fiesta (no hubo supervivientes). La reportera dijo: “Que tragedia” e inmediatamente después sonrió porque el siguiente reportaje era sobre los peinados para perros que estaban de moda.
Vi el reportaje completo. Ambos ancianos se agarraban de la mano.
El señor Daniel y el señor Esteban estaban jugando a las cartas con una baraja mía. Era una baraja de Barbie, todas las cartas tenían a la muñeca en distintas profesiones, desde modista hasta revolucionaria. No tenía otra baraja, la de Polly Pocket se la presté a una amiga y no me la ha devuelto.
El señor Garrido estaba sentado en un sillón leyendo una revista de automóviles mientras comía un pan con manjar blanco. Todos los demás ancianos se veían como… como ancianos: pequeños, delgados, arrugados y frágiles.
El señor Garrido era todo lo contrario (salvo por las arrugas, eso era imposible de cambiar). Era el más grande y gordo de todos, si tuviera el cabello marrón cualquiera lo confundiría con un oso pardo.
Ahora se le podría confundir con un oso polar.
Los tres huéspedes se registraron; el lugar de registro se encontraba en el fondo de la sala. Detrás del escritorio estaban colgadas las llaves en pequeños percheros dorados y encima del mismo había un cartel que decía: “Ojalá haya disfrutado su estadía”.
Detrás del escritorio estaba mi madre.
—Nuestras habitaciones cuestan 50 soles la noche. Ofrecemos cenas y desayunos además de televisión por cable y agua caliente.
—¿Tienen Wi-Fi? — preguntó Catalina mientras revisaba su teléfono en busca de una rayita.
La sonrisa de mi madre desapareció.
—No, lo siento. Recién este fin de mes instalaremos el Wi-Fi.
Lo dudo mucho.
—Hemos estado semanas sin internet, creo que podremos sobrevivir unos días más — dijo la señora Ysma viendo con reproche a Catalina.
Alquilaron una habitación en solitario para la señora Ysma y una habitación doble para la pareja.
—Serían 100 soles.
Rick sacó un fajo de billetes de uno de sus bolsillos. Debían haber unos 2000 soles ahí. Le entregó un billete de 100 soles. Ella lo puso en una máquina que verificaba si el billete era verdadero o falso con luces moradas.
—Políticas de la empresa — se excusó mi madre al ver como Rick se mostraba ofendido.
Antes de ponerlo en la caja registradora le dio una última mirada.
—El billete tiene una mancha roja en una de sus esquinas — comentó mi madre.
—Es kétchup — dijo Rick. A veces confundo los bolsillos. En uno tengo el dinero y en el otro, mis pañuelos.
El frío no le hizo bien a su salud. Rick estornudó en un billete de cincuenta soles.
—¿Lo ve? — Rick levantó el billete, estaba húmedo.
Mi madre le entregó las llaves. Los tres le dieron las gracias al mismo tiempo, como si fueran un trío de tenores. Entraron a sus respectivas habitaciones y cerraron la puerta.
Apenas terminó el reportaje de los peinados caninos transmitieron otro sobre un robo en una tienda que terminó con la vida de un trabajador, lo golpearon en la cabeza varias veces hasta convertirla en un trabajo de plastilina hecha por un niño muy talentoso.
El ladrón se llevó unos 2000 soles aproximadamente.
Luego pasaron un reportaje sobre cuáles eran los alimentos más saludables para un gato obeso.
Era un noticiero raro. Lo sé.